En marzo de 1993, tres meses antes del inicio de la Conferencia Mundial de Derechos Humanos de Viena, representantes de 34 países asiáticos se reunieron en la capital de Tailandia, Bangkok, para ultimar una declaración sobre la postura de la región respecto a los derechos humanos. China desempeñó un papel destacado en la formulación de lo que se conocería como la Declaración de Bangkok, donde se matizaba el concepto de universalidad de los derechos humanos, afirmando que debían ser “considerados en el contexto” y “teniendo presente la relevancia” de diversos factores nacionales, regionales, históricos, culturales y religiosos. La Declaración de Bangkok promovía una interpretación culturalmente relativista de los derechos humanos, basada en “valores asiáticos” y con el acento puesto en el desarrollo económico y social como requisitos para lograr el avance de los derechos humanos. El respeto por la soberanía nacional y la no injerencia en los asuntos internos de los Estados son principios fundamentales de esta declaración, en franco desafío a las normas internacionales de derechos humanos, así como la promoción de los derechos humanos mediante “la cooperación y el consenso”.
En la Conferencia de Viena celebrada en junio de ese mismo año, los 171 Estados miembros de la ONU participantes aprobaron por consenso la Declaración de Viena, que confirmaba la universalidad, indivisibilidad, interrelación e interdependencia de todos los derechos humanos como principio fundamental. La Declaración de Viena confirmaba también la protección de los derechos humanos como objetivo prioritario de las Naciones Unidas, recomendando, entre otras cosas, la creación de un cargo de Alto Comisionado para los Derechos Humanos.
Estas dos declaraciones, aprobadas el mismo año, son paradigma de interpretaciones contrapuestas de los derechos humanos en el mundo.