La noche del 3 al 4 de junio de 1989, el ejército chino puso fin de manera brutal y sangrienta a casi dos meses de protestas pacíficas que habían convocado a decenas de miles de personas en la plaza de Tiananmen de Pekín para exigir reformas políticas. La actuación represiva del ejército en el centro de la capital de China provocó inmediatamente una oleada de condenas en el mundo, mientras los medios de comunicación internacionales transmitían en directo imágenes de las fuerzas de seguridad matando a cientos, si no miles, de manifestantes —la mayoría desarmados— en cumplimiento de las órdenes para recuperar el control de la plaza.
Tras el “Cuatro de Junio”, China fue sometida como nunca al escrutinio internacional en materia de derechos humanos. Mientras Estados Unidos y países de Europa imponían sanciones a Pekín, China reaccionó a la defensiva ante lo que afirmó que era una injerencia extranjera en sus asuntos internos. La diplomacia china tuvo que contrarrestar los intentos de aprobar resoluciones de condena en la entonces Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Deseosa de lograr una posición más sólida para sus relaciones internacionales, China trató de alejar el debate sobre los derechos humanos de instituciones multilaterales como la ONU y llevarlo al terreno de diálogos bilaterales entablados sobre una base de “igualdad y respeto mutuo”. En 1993, el levantamiento gradual de las sanciones allanó el camino para que China volviera a incorporarse a la comunidad internacional. Sin embargo, los dirigentes chinos salieron de esta experiencia todavía más decididos a cumplir el objetivo de garantizar la supervivencia política del Partido Comunista Chino. Más aún, China resurgió con más confianza en su capacidad de defender sus intereses en la escena internacional proclamando enérgicamente una política de “no injerencia”, que marcaría el tono de su enfoque de los derechos humanos durante los siguientes decenios.